‘‘Su muerte, puede ser que sí, puede ser que no’’
Ejército Zapatista de Liberación Nacional, México.
Abril de 2004.
Abril de 2004.
A quien corresponda:
Pardeaba la tarde. O sea que como que ya se iba. La noticia, en la voz cavernosa del radio transmisor, sonó apenas como una rama rota en la casi noche de abril zapatista. Como si la interferencia se hubiera callado un instante, precisamente en el momento en que, desde el otro lado de la bocina, la voz decía: “don Amado ya murió ya”.
Así me dijeron, que don Amado ya murió ya. Puede ser.
Puede ser que don Amado ya haya muerto y que lo que escuché no haya sido una rama rota, justo cuando abril da ya la vuelta a la esquina del calendario para perderse hasta el año entrante, sino la noticia de su muerte. Pero si hubiera sido una rama rota lo que escuché, entonces yo podría pensar que puede ser que don Amado no haya muerto, y que él sólo haya dado vuelta en aquella esquina, y que ya no lo veremos ahora, pero que el año que entra volverá a aparecer.
Nosotros a don Amado primero lo conocimos y ya luego lo vimos.
Lo conocimos por su palabra. Estaba colgada en una de las hojas del tiempo, como si de una pared. Y nosotros, ocultos entonces porque nos mostrábamos, nos acercamos a esa pared temporal y tocamos su corazón, es decir, su palabra. Vimos que éramos vistos por esa palabra.
No lo que éramos entonces ni lo que somos luego, pero sí nuestra casa de dolor y pena, nuestro corazón.
Cuando nos mostramos ocultándonos, lo vimos. Era ya media mañana del primero de enero de 1994. Llegó con una bufanda, sus lentes, una especie de abrigo o chamarra (no me acuerdo bien) y una libretita. Hizo unas preguntas. Algo anotó. Yo le pregunté: “¿Don Amado?”. No me acuerdo qué me respondió. Casi no habló. Pero mucho miraba su mirada. No había en ella la sentencia de muerte que muchos nos prodigaron en esas primeras horas, tampoco la condena o la aprobación. Había en su mirada algo así como... como si tratara de entender. Las veces que lo encontré de nuevo, seguía con esa mirada. Tratar de entender es una forma de respetar. Sí, don Amado nos respetaba.
Y era correspondido. O es. Porque puede ser que haya muerto. Pero puede ser que no.
Después de eso, de la noticia o de la rama rota, la noche se alargó como pocas veces. Como si se estirara, pero no para desperezarse, sino para cubrir todos los rincones, incluso los que, dentro, nos habitan.
Después de eso, de la noticia o de la rama rota, la noche se alargó como pocas veces. Como si se estirara, pero no para desperezarse, sino para cubrir todos los rincones, incluso los que, dentro, nos habitan.
El otro día... no me acuerdo si ese otro día fue hace mucho o hace poco. El tiempo, quiero decir, el calendario, suele engañarnos. Pero les decía yo que el otro día, en uno de los poblados se desmantelaba una de las campas. Pronto sólo quedó un montón de palos, tablas y perros husmeando.
El viejo Antonio se acercó, con el martillo y el machete aún en las manos, contempló los restos y dijo: “Esta casita tenía ya sus años y ahora sólo queda su historia, la de ese tiempo resistiendo y luchando”. El viejo Antonio aceptó el encendedor que le ofrecí para encender su cigarrillo y continuó: “Así es de por sí cuando uno se muere, no queda nada, sólo la historia de lo que uno hizo y lo que dejó de hacer... el tiempo de cada uno”.
Si es que murió, don Amado nos dejó sin su casa y sólo nos quedó su historia. Pero don Amado tenía, o tiene, un problema que no todos padecen. El, en lugar de corazón tenía una casa, a veces disfrazada de periódicos en el tiempo, o de hoja de foja, o de rebelde gobierno o de contador de historias.
Y en su casa, es decir, en su corazón, don Amado le abrió, desde hace mucho, sus puertas y ventanas a quienes son del color de la tierra, y con ellos compartió el techo, la mirada, el oído y la palabra.
Me dicen que don Amado ya murió ya. Puede ser que sí. O puede ser que no, que no haya muerto. A saber.
Puede ser que su corazón, es decir, su casa, ya no tenga techo para nosotros, que ya no nos mire por la ventana, que ya no entremos por su puerta ni nos sentemos a su mesa mientras afuera la lluvia, el frío, el sol, las nubes. O puede que no, que no haya muerto, y que, después de aquella esquina, esté todavía su casa, es decir, su corazón, con la bulla que otros llaman “vida”.
Yo, la mera verdad, no sé si se murió o no, pero sí sé que su historia, su tiempo, está aquí, con nosotros, con los que entramos en su casa porque él nos abrió la puerta y lo hizo porque sí, porque le dio la gana. Porque hay corazones que son tan grandes que sólo laten cuando están con otros.
Así era don Amado... O así es... Yo, la mera verdad, no sé...La muerte... tal vez sí... tal vez no...
Por eso, esta madrugada sólo he tomado del suelo una rama rota y la he sembrado a un costado de mi campa. No porque piense que aún retoñará, sino porque es una señal para que don Amado sepa, cuando regrese de dar la vuelta por aquella esquina, que con nosotros tiene un corazón, que es como acá decimos “casa”.
Vale don Amado. Salud y bienvenido.
Desde las Montañas del Sureste Mexicano.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, abril de 2004, 20 y 10.
Desde las Montañas del Sureste Mexicano.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, abril de 2004, 20 y 10.
PD. Como si no hubiéramos completado un abrazo, así nos quedamos. Como con un silencio pendiente... ¿lo escucha?...
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